No hay
nada más dulce que el desorden que el torbellino de tu presencia solía dejar
tras de ti, y recoger trocitos de papel, mirar alrededor la zona damnificada
por nuestra ilusión que mezclábamos con gotas de charla seria, volver a la
cocina oyendo todavía los pasos en la escalera. Pensando en nosotros, en algo
que nos unió desde siempre, poner orden en cajas empezando a echarte de menos
desde el momento en que se oye el ruido del portal. Es imborrable, implacable
el momento en que te ibas y yo me quedaba con la certeza que despejaba todo lo
que hubiera podido dudar, certeza provocada por lo rotundo de tu ser y su
huella en el mío, por su delicadeza en lo difícil de lo que intentábamos y por
la profunda sinceridad de lo que me hacías sentir.
Y, por
definición, la certeza no sufre de mutaciones con el paso del tiempo.
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