Que no,
que no hay nada más grande. Conocí el sol cayendo en oriente, la luna y el olor
a hierba en los acantilados de las islas del norte, el calor de la arena del
sur, el frío inhóspito de la ciudad de la luz.
Descubrí
sabor del té verde de manos de una vieja desdentada, el valor de la paciencia
de un anciano de gorra, los nombres de las nubes de un intrépido maestro, las
noches sin sentido de una granja sin remedio.
Pero no
encontré nunca nada más grande que lo que me hacía sentir ese gesto, impetuoso,
lleno de todo lo que sabía dar en tan
poco. Y, como sus mejores cosas, de repente. E imborrable.
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