Hay alguna persona tan loca como para excavar en tierra yerma, no darse por rendida, hacer túneles que afianzaba con ilusión, galerías que se trazaban con imaginación y castilletes con sonrisas, llegando más abajo que nadie nunca hizo. Trabajaba día a día, de sol a sol e incluso noches enteras. Nadie de por allí sabía lo que hacía, daban por hecho que no sacaría mucho de aquello.
Hasta que decidió parar. Una tarde de verano anunció que sería el penúltimo día para aquellas excavaciones.
Pasó la noche, y el día señalado apareció por la bocamina con el diamante más grande jamás imaginado, y lo posó allí donde nadie se había atrevido a bajar. Y se fue con el mismo trote alegre con el que le vieron llegar por primera vez a esos parajes.
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