Unas
gotas saludaban al otoño en el cristal de la ventana con un ritmo perezoso, otras
se esforzaban por trepar desde el filtro de la cafetera. Y con ese café se
enfrenta a un papel en blanco, con la impotencia que da la seguridad de nunca tener
palabras con que llenar los huecos de un corazón enorme.
Encaró el reto con la mejor arma que le había robado de su arsenal, una sonrisa que da
mordiscos salados demostrando una vez más que la grandeza es tan sencilla como
un brillo en los ojos. No le volvió a importar no tener palabras que merezcan
la historia, sólo se dejó guiar porque cada línea apuntara humildemente a la comisura
de su boca. Porque las cosas sencillas, grandes, no necesitan ser explicadas.
Basta con señalarlas, y ellas solas se revelan.
Y con
ese olor a café las palabras formaban nubes, dibujaban sólo detalles sin la
menor prisa pues no había miedo al olvido, lo llevaba todo debajo de la piel y
por cada poro le salían las letras mientras no paraba de sonreír.
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